Recuerdo aquellos años como los
mejores de mi vida. No existía noche igual a la anterior aun sin que cambiásemos
nuestros planes habituales. Todo comenzó con el impulso pasional de mudarnos a
un pequeño estudio abuhardillado a orillas del mar. Humilde, muy humilde. No teníamos
para más. Tampoco es que necesitásemos más que aquello. Nos conformábamos con
bien poco. No queríamos lámparas lujosas, nos bastaba con el reflejo de las
luces en el mar colándose por nuestro ventanal. Un colchón un tanto desgastado,
una pequeña y vieja cocina y un baño con lo justo era a lo que se reducían nuestras
pertenencias. Poco a poco llenábamos las paredes de nosotros. Si, de nosotros.
Crear era nuestra pasión. Y así fuimos apropiándonos de aquel espacio. Mañanas
de estudio, tardes de trabajo creativo y noches de pasión desenfrenada. Cafeína,
alcohol, sexo, pintura, música y sobretodo, mucho amor, casi tanto que aquellas
paredes eran demasiado pequeñas como para contenerlo. Eran muchas las noches en
las que abandonábamos nuestra guarida y nos adentrábamos en largos paseos con
ese dulce olor a salitre que jamás olvidaré. Bien cierto es que bastantes de
aquellas muchas noches acabábamos haciendo el amor en cualquier cala perdida.
Horas y horas de conversación, besos y caricias tan solo interrumpidos por el
toque en nuestros oscuros ojos del sol. El alba se convertía entonces en
nuestro reloj. Éramos jóvenes románticos, pasionales, idealistas y soñadores.
Un poco en contra del mundo. Tal vez algo ignorantes a sus problemas. Felices, desbordábamos
alegría y ganas de vivir.
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