Los ojos verdes. Capítulo I

Nunca he creído en el destino, o tal vez, nunca he querido creer en él. Dicen que cuando conoces a esa persona, esa con la que estas destinada a compartir tu vida, algo se enciende en tu interior, lo sabes desde el primer instante. Aunque ignores esta corazonada, te perseguirá, de un modo u otro; sueños, números, palabras, encuentros, empezarás a enloquecer, a ver, que todo aquello que creías cuentos de hadas, es real. Blablabla, seguro que ya estás pensando, ya me quieren contar el mismo rollo de siempre. Pues no, la teoría está muy escuchada, aburre. Aquí os dejo mi historia, la demostración del destino, de sus señales y sorpresas.

El sol brillaba con fuerza aquella mañana de primavera, un día más de una rutina que sinceramente, ya cansaba. Caminaba sin fuerza alguna, programada, funcionando casi por inercia. Llegué a casa a la misma hora de siempre, prepare unos macarrones y me tumbé un rato en el sofá, como de costumbre. Era viernes, estaba agotada, como no. Los años pasaban factura. Cogí el móvil, lo mejor sería aplazar la cena. Una cita con la peli romántica de los viernes y el bote de palomitas en vez de con los compañeros de trabajo. Cambié de canal, los Simpson, interesante, justo una escena de la vieja de los gatos. Un escalofrió recorrió de arriba abajo mi cuerpo, si continuaba comportándome como una soltera cuarentona, acabaría como ella. Genial. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Tenía que espabilar. Hacía tiempo que había desistido en el amor. Dos décadas y media son suficientes para darse cuenta de que, todos los hombres, en el fondo, son iguales. Yo era una joven fuerte e independiente, no necesitaba a nadie para ser feliz, bueno, tal vez sí. Cogí el teléfono de nuevo, ya era hora de pasarlo bien, de ahogar las penas del pasado y vivir. A demás, llevaba tiempo ignorándolo, pero Sergio no me quitaba ojo de encima. Incluso podría darle una oportunidad. No, eso no, ¿sufrir de nuevo?, nunca.

Era noche de sacar de nuevo los tacones. ¿El vestido rojo de gasa con el agujero en la espalda? No, demasiado provocativo. Tal vez, la falda de vuelo negra con la blusa blanca. ¿Y los labios? ¿Rojos o fresa? el mismo dilema de siempre. Me miré al espejo satisfecha. Parecía sacada de los años 60, siempre había imaginado cómo hubiese sido vivir en París de aquellas décadas, inhalando elegancia, entonces todo era más auténtico, más real. Los hombres, eran caballeros, y hasta los macarras tenían estilo. Miré el reloj, tres veces cómo mínimo. No podía ser, llegaba tardísimo, bueno, tardísimo era poco. Cerré la puerta con cuidado para salir luego corriendo. Tenía que comprarme un coche urgentemente.

Era una noche oscura, algo fría para ser Abril. Demasiado triste para ser viernes. Corría por las calles, cogiendo atajos, cruzando semáforos en rojo, ignorando el dolor de los tacones. Noté una pequeña y casi imperceptible gota de agua. No, no podía pasarme a mí. En menos de 5 minutos, más que una calle, aquello parecía un balneario. Caminaba empapada de los pies a la cabeza, algo torpemente, maldiciéndome por no haberme quedado en casa. Cambié la ruta establecida, en busca de aceras resguardadas. Un girón de pie, el tacón por un lado, el zapato por otro. No, no, no, no, no. Con un pie descalzo, intenté caminar, pero era casi imposible. Miré el cielo con un odio desmedido. Justo una gota calló en mi ojo, haciéndome parpadear cómicamente. La gota que colmó el vaso, y nunca mejor dicho. Busqué el móvil en el pequeño bolso, llamaría a un taxi para volver a casa. La sorpresa fue que no estaba, seguramente, estaría esperándome sobre la vitrina del recibidor. Algo quería que no me moviese de aquel lugar, una fuerza extraña, tal vez, ¿la fuerza del destino?

Me giré repentinamente. “El rincón de los soñadores frustrados”. Estaba oscuro, la única luz; tenue, titubeante, chispeante; velas. El reflejo de cada una de estas en los ojos de los clientes, en sus copas. Un aura llena de romanticismo, bohemia, con un ápice de sensualidad, tal vez, hasta erotismo. La madera predominaba y destacaba frente a todo lo demás, techos abuhardillados, detalles tallados. Eran de diferentes tonos, algunas casi tan oscuras como aquella noche sin luna, otras, tan claras que podría decirse que eran blancas. Un lugar que incitaba al cobijo, que llamaba a gritos. Me acerqué un poco más al ventanal que conectaba con aquel peculiar garito. La lluvia me azotaba furiosa. Gramolas, cuadros estilo vintage y todo tipo de detalles que sumándose uno a uno, lograban transportarte a otra década, otros tiempos. Intuí el tipo de música que se podría escuchar en el local, apostaba por algo de Rock’n Roll ochentero, o tal vez, anterior incluso. Unos grandes y brillantes ojos verdes me observaban casi tan atentamente cómo yo analizaba El Rincón de los Soñadores Frustrados. Mantuve el contacto unos segundos. Se me erizó el vello, no sabía si por el frio o por la mágica de aquella mirada. Dejé de resistirme y, sin pensarlo más, entré con decisión.

El chico de los ojos verdes sonrió al verme entrar. Le lancé una mirada fugaz, algo tímida y nerviosa, mientras avanzaba rápidamente hacia la parte más estrecha del local. Empapada, tiritando aun, me acomodé en una pequeña y escondida mesa. Me quité los tacones conteniendo las ganas de refilarlos. El camarero, eficaz, se acercó para sugerirme que tomase la especialidad de la casa, me ayudaría a entrar en calor; el chupito del infierno, flameado, por supuesto. El alcohol no arreglaría mi noche, pero al menos si me quitaría el frio de los huesos. “Por ahora tráeme uno”. Lo bebí de un trago, y me arrepentí de ello, estaba fortísimo.

A los pocos minutos, un chocolate caliente sobre mi mesa. “Perdona, yo no he pedido esto”. No hubo respuesta. Estaba muy espeso, cómo más me gustaba. Al levantar la taza para dar el primer sorbo, me di cuenta que la servilleta, estaba escrita. Embargada por la curiosidad, dejé el chocolate para después. “¿Nunca te han dicho que el alcohol no es nada bueno? Este chocolate te vendrá mucho mejor, espero que lo disfrutes, estás invitada.” Miré a mi alrededor, en busca de algún posible indicio que delatase al autor de la nota. Nada fuera de lo normal. Algo me decía que el propietario de los ojos verdes tenía que algo que ver con la nota. En fin, lo mejor sería disfrutar del chocolate, estas cosas no te pasan todos los días, pensé mientras sonreía sincera e inconscientemente. Cuando a penas, quedaba ya el poso de la taza, rebusqué en el bolso, sí, ahí estaba, justo lo que necesitaba; un pequeño boli de propaganda. Cogí otra servilleta, dejándome llevar por la magia del momento. “Muchas gracias por el chocolate, tienes razón, mucho mejor que el chupito. ¿Quién eres? Por cierto, gracias también por alegrarme la noche, seas quien seas, te estoy muy agradecida.” Llamé al mismo camarero que me había entregado la nota, aquella noche, también seria cartero. No puso demasiadas pegas, en el fondo, estaba acostumbrado, trabajaba en uno de los locales más bohemios de la ciudad. No quería mirar, prefería mantener la intriga, no romper el momento. En mi mente grabados aquellos ojos verdes, brillantes, diferentes.
Miré el reloj, casi las doce. Nunca hubiese imaginado que la noche derivaría en una algo como aquello. Pasaban los minutos, mis ojos rastreaban el alrededor en busca de noticias de mano del “cartero”, pero nada, no había ni respuesta, ni nota de vuelta. Tras un par de bostezos, pensé que lo mejor sería volver a casa. Descalza, con los destrozados tacones en la mano, me dispuse a pagar en la barra. El local, comenzaba a ser agobiante. Miré a mí alrededor, buscándole. Nada, aquello era imposible. Algo decepcionada, salí cabizbaja del rincón de los soñadores frustrados. Lloviznaba, era hasta agradable. En poco menos de media hora, al fin, en casa. Busqué con ansia las llaves, necesitaba quitarme la empapada ropa y entrar en calor. En vez de las llaves, un pequeño papel, una nota. No podía ser, ¿cómo habría llegado hasta allí? La desdoblé con cuidado, esta vez, no era una servilleta, sino un pequeño y arrugado pedazo de papel cuadriculado. “Soy  Mario, aunque bueno, eso no te aclarará mucho. No hay que dar las gracias, parecía que no estabas teniendo una buena noche, y cuando entraste, me apetecía alegrarte de algún modo. Tal  vez, algún día nos conozcamos, o tal vez no. El destino, ya decidirá.”  Lo releí al menos cinco veces. Mario. ¿Sería el propietario de aquellos hipnóticos ojos verdes?
Ya en casa, en camisón, batín, pelo seco, y pies calientes. Tirada en el sofá, palomitas en mano, el timbre sonó inesperadamente. Miré la hora, las doce y veintitrés, no era momento de visitas. Con pesadez fui a ver de quien se trataba. Guardé la nota en un pequeño cajón de la vitrina del recibidor, no quería tirarla por accidente.
-¿Quién? –pregunté desganada por el telefonillo.
-¿Irma? –La voz sonaba distorsionada a causa de la lluvia, de nuevo, mucho más intensa.
-Si.
-Soy Sergio. ¿Estás bien verdad? –Percibí cierta agitación en su gravísima voz.
-Sí, he tenido problemas para llegar y por eso he vuelto a casa, pero estoy bien, tranquilo. – Conteste un tanto perpleja, aquella noche estaba resultando demasiado extraña.
-Estaba preocupado por ti, no apareces, no contestas el móvil…
-¿Quieres subir? –Le interrumpí, me recordaba a mi padre.
-No estaría mal, la verdad. –No se hizo demasiado de rogar, finalmente la frase derivo en risa.

Me miré al espejo, estaba completamente impresentable pero no tenía tiempo. Anudé el batín y recoloqué como pude los rizos, aun algo húmedos. El timbre, molesto ya a aquellas horas, anunció la reanudación de mi peculiar noche. Sin demorarme demasiado, abrí con cuidado la puerta. No pude apartar la vista de su corbata, realmente impactante. Rojo pasión, o más bien, rojo fosforito, muy propio de él. Siempre le había gustado destacar allí dónde estuviese. Subí la mirada, bastante, él era realmente alto, supongo que alrededor del metro noventa y cinco. Barba de un par de días, cabello cobrizo algo desaliñado y ojos oscuros, casi tanto como el carbón.

-A ver, explícame que te ha pasado. –ordenó mientras enarcaba sutilmente las cejas.
-Pues en verdad […] ha sido un cúmulo de cosas. – me dejé caer en el sofá – la lluvia, el tacón, el móvil, el rincón de los soñadores frustrados… -enumeré demasiado rápido.
-Vamos, que has encontrado algo mejor que venir con nosotros. –Parecía algo cabreado.
-No, no. Solo que, parecía que había “algo” –pronuncié con retintín –qué no quería que esta noche cenase con vosotros. –Me di cuenta justo en ese instante de lo extraño que sonaba dicho en voz alta.
-Bueno, al menos, te vendrás ahora a tomar un par de copas ¿no? –me miraba fijamente, intentando intimidarme.
-No me apetece mucho, ya voy en pijama, y […] – rápidamente busqué alguna excusa más - fuera hace frio.
-Parece que tengas cincuenta años. – frunció los labios algo molesto.
-En serio, es que, ahora volverme a vestir, arreglarme el pelo […] me da mucha pereza Sergio. –Me froté los ojos para añadir credibilidad al asunto.
-Pues si Irma no va a la fiesta, la fiesta irá a Irma. –Se acercó al mueble-bar y sacó dos copas. Después, la ginebra.

Un par de tragos, el ambiente, mucho más distendido. Bromeábamos sobre sin-sentidos, charlábamos alegremente de temas vacíos, aun así, era un tiempo agradable, apacible. Perdimos la noción del tiempo. Echaba de menos aquella sensación de independencia, de libertad. ¿Qué me había pasado durante todo este tiempo?

En el sofá, cada vez, más cerca. Sin darnos cuenta, nuestras piernas entraron en contacto. Era agradable la calidez, me entraron unas ganas irrefrenables de sentirle más. Hacía demasiado tiempo ya desde el último beso, la última caricia. Me apoyé en su hombro, con algo de sueño, con algo de deseo. “Qué te pasa” preguntó sorprendido por mi inesperado acercamiento. Sin saber muy bien cómo o porqué, tuve un arrebato de sinceridad; tal vez el alcohol, o quizá la soledad, no. Sin duda, era una mezcla de ambas. “Me siento muy sola, Sergio […] a veces, pienso que jamás encontraré a alguien capaz de entenderme”.

Se hizo el silencio, sinceramente, un tanto forzoso, demasiado incómodo. No sabíamos que hacer, que decir, dónde mirar. Me pregunté que estaría pasando por su mente justo en aquel instante. Levanté la cabeza de su hombro y tomé distancias. Maldita sinceridad, siempre estropeando relaciones.

De repente, con mucha dulzura, me tomó por el mentón y delirando cariño, me besó suavemente los labios. “Irma, te aseguro, que muchos se mueren por entenderte, tan solo tienes que darles la oportunidad”. Susurró antes de retomar lo que había dejado pendiente en mis labios. El beso fue largo, perdiendo inocencia progresivamente, cada vez, más pasional, más salvaje. Las ganas y el deseo reprimidos, al fin, eran liberados. Sin disimulo ni timidez y con mucha habilidad, desató el rudo nudo de la bata. Sus grandes manos recorrieron con delicadeza y curiosidad todo mi cuerpo, que al contacto, estremecía. Los besos cada vez eran más intensos, las caricias, más sugerentes. Nos dejamos llevar. Tendidos en el sofá,  con el sonido de la completamente ignorada televisión de fondo, la ropa arrugada en el suelo, dando rienda suelta a los instintos, a la pasión. Creo que no es necesario dar más detalles de aquella noche. Dormimos abrazados, arropados por nosotros mismos, tras hacer el amor en una madrugada de deseo desenfrenado.  




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